CÓMO SE ACABA UN POEMA
Los buenos poemas no terminan jamás. Se acaban en el papel, sus
letras cesan, pero no sus versos, que continúan en la mente del lector tanto más tiempo
cuanto más profundo es el surco abierto en la memoria. Si el lector —o el
espectador— es asimismo un creador, puede que la obra dé lugar a nuevas creaciones.
Las Meninas o El rezo del Ángelus, de Millet, dieron lugar a sendas obras
de Picasso y Dalí; Don Álvaro o la fuerza del sino, del duque de Rivas, o
El trovador de García Gutiérrez sirvieron de pretexto a Verdi, y el drama
Pélleas y Melisande, del belga Maurice Maeterlinck inspiró nada menos que a
Schönberg, Fauré, Sibelius y Debussy. En palabras del poeta nicaragüense Pablo Antonio
Cuadra «un poema empieza cuando acaba».
Pero ¿por qué algunos poemas consiguen no terminar nunca? Las
grandes construcciones humanas se caracterizan porque crean una expectativa que debe
resolverse de manera brillante. Aunque no siempre seamos conscientes de ello, consideramos
que el tiempo invertido en su asimilación nos da derecho a una recompensa. Hemos seguido
las peripecias de Jean Valjean o los tejemanejes de Wotan durante centenares de páginas
de prosa o música y nos merecemos algo por haber sabido esperar. James Joyce cierra su
monumental Ulysses con algo que inaugura una manera de narrar de la que no existían
precedentes y que tendrá una colosal influencia en la literatura moderna: el monólogo
interior de Molly Bloom. El sevillano Gutierre de Cetina, asesinado en la ciudad mexicana
de Puebla por un tal Hernando de Nava, que le confundió con un pretendiente de su amada
doña Leonor de Osuna, es autor de un maravilloso madrigal que concluye de manera ejemplar.
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquél que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay, tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.
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El último verso, sorprendente, fresquísimo, contradictorio,
lleno de intención y desparpajo, de un casticismo que contrasta con el tono amatorio y
cortés del poema hasta ese momento, es una genialidad que justifica por sí solo a un poeta.
«Miradme al menos» es lo que le dice Gutierre de Cetina a los ojos de
su amada, pero también lo que le dice el poema al lector. Mírame al menos, que lo que has
visto procede de mis versos.
Tenemos deseo de saber cómo terminan las cosas, somos curiosos,
nos apasiona lo que nos cuentan. Nos obstinamos en pensar que el mundo tiene una
explicación, y el artista dispone con habilidad los elementos de su obra de arte para
calmar este afán de coherencia únicamente en la conclusión. Aplaza el obsequio, retarda
la saciedad, nos mantiene en vilo imaginando soluciones para el conflicto que nos presenta.
Sabemos ya que el poema es un recinto sagrado, un templo, cuya divinidad es el porqué.
Creemos en el poema si tiene un dios dentro. Y el dios aparece al final, claro. En el
Juicio. No nos referimos necesariamente a un porqué explicativo: Las obras de arte no
son novelas policiacas en cuyo final se resuelven las pistas y se adjudican culpabilidades.
Se trata de un porqué metafísico: Por qué debemos contemplar esa obra, por qué debemos
recordarla, por qué su autor decidió acometerla, culminarla y darla a conocer, por qué
esa obra contribuye, siquiera sea mínimamente, a darle sentido a nuestras vidas.
La obra de arte posee una dimensión expansiva, busca crear adeptos
hacia el autor, hacia su postura estética, hacia su visión del mundo. Se dirá que muchos
movimientos contemporáneos —como los del arte efímero, o ese coloquialismo que campea
en buena parte de la poesía española reciente— parecen abdicar de ese evangelismo,
en el sentido etimológico, que impregna todas las artes. Nada más falso. El arte reciente
recoge las ideas fuerza de nuestra época con la misma intensidad que el arte barroco o
renacentista servía de vehículo a las ideas contemporáneas. El artista no puede despojarse
de su dimensión ecuménica salvo que renuncie a divulgar su obra, no se dé a conocer y
garantice la destrucción de todo lo que produzca su taller. ¿Conocemos a algún artista de
estas características? Quizá el músico italiano Giacinto Scelsi, con su casi perfecta
perseverancia en el anonimato, o Kafka, a causa de la orden que dio a Max Brod de destruir
toda su obra, se acerquen a la figura del no artista, pero por diversas causas que hoy
agradecemos no llegaron a conseguir que su persona o su obra permanecieran en el olvido.
Toda obra humana pretende algo. Las manifestaciones folklóricas,
las ceremonias religiosas, los mitos, la sexualidad, los desfiles, los sacrificios, la
tauromaquia, las catedrales, el poema tienen una estructura ascendente que se construye
por acumulación. En cierto modo, se trata de levantar un argumento ante el espectador.
Se van concentrando razones —intensidad, pathos—, que hacen crisis en
el último verso, donde el creador dispone el cierre —tanto en el plano sintáctico
como en el plano semántico— que debe guiar la asimilación de la obra poética. Lo
que suena en último lugar prevalece sobre los ecos de lo que venía sonando, y el poeta
debe exigirse que lo que resuene al final le diferencie de lo que había antes de comenzar
la lectura y de lo que viene a continuación. Un poema no debe terminar en vano, porque
asimismo constituye una invitación al lector para que reincida en la lectura del mismo poeta.
Existen algunos autores que, por causas diversas, no cerraron sus
obras y, por lo insólito que resulta, consiguen un impacto mayor del que habrían logrado
en el caso de haberlas finalizado. Su no terminación es —por lo inusual— efectiva.
Los esclavos, de Miguel Ángel nos muestran formidables cuerpos a medio salir del
mármol que acaso nos impresionen más que si su piel hubiera sido pulida por los esforzados
aprendices del taller del maestro. Bach interrumpió la escritura de El arte de la
fuga cuando partió para la consulta del oftalmólogo que había de dejarle ciego hasta
momentos antes de su muerte. Los hijos, por respeto hacia su gigantesco padre, no remataron
la obra y la impresión que produce en el oyente la súbita detención del contrapunto
—especialmente si conocemos su causa— es espeluznante. Acostumbrados a que las
puertas se cierren, las puertas abiertas nos dejan pensativos.
Pero el poema empieza cuando acaba. Gustav Mahler declaró su
admiración por la Sexta Sinfonía —«Patética»— de
Tschaikovski porque no concluía con el clásico movimiento optimista, sino con un
Adagio lamentoso que da sentido a la obra y su título y constituye el testamento
sonoro del músico ruso. Esta resolución que no cierra la obra porque nos la deja
irremisiblemente dentro le inspiró el emocionante final de su Novena Sinfonía, en cuya
conclusión Mahler tiende puentes al silencio en una especie de mano que entabla sus dedos
hacia la muerte ya por entonces presentida. La extinción del sonido nos suscita,
curiosamente, una sensación de nacimiento en nosotros mismos. El que escucha no vuelve a
ser el mismo. En palabras de Rimbaud, «yo es otro». Cuando acaba, el poema nos
hace distintos.
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