POR QUÉ FUNCIONA UN POEMA
Si excluimos manifestaciones no específicamente literarias como la invectiva o el
aforismo, el poema es el género en el que se exige la mayor eficacia al autor. En opinión de uno
de los grandes filósofos del siglo XX, Hans Georg Gadamer, «el poema es lo que convence por
su manera de decir algo. Esto, claro está, se aplica a todo uso retórico del lenguaje. Pero el poema
es convincente sin cesar, e incluso más convincente cuanto mejor se lo conoce». El poema
funciona porque convence, porque conmueve, porque comparte, porque comunica, porque conmociona.
El prefijo com- significa «unión» y acaso ahí radique una de los motivos que
explican la efectividad del poema: la unión suprema entre artista y lector. El espectador del poema
es esencialmente un cóm-plice. ¿Puede decirse lo mismo del espectador de una obra pictórica
o musical, o del lector de una novela? De alguna manera la música, la pintura o las novelas vienen
a nosotros desde fuera. Nunca nos dejan esa sensación que en ocasiones consigue la mejor poesía y
que expresamos con la frase «eso ya lo había pensado yo».
Cada ser humano tiene en su sensibilidad diversos resortes ínsitos que proceden
de lo que ha sido su vida, de sus creencias y de sus fantasmas, de sus miedos y goces, y por
ello encuentra afinidad con aquella poesía que acierta a herirle en las partes que la coraza que
lleva puesta no consigue cubrir del todo. Recordemos que, en origen, la palabra
«persona» se refiere a las máscaras que portaban los actores clásicos, y de
alguna manera ese origen etimológico señala la impasibilidad frecuente de los seres humanos. La
gran poesía nos lleva a un encuentro con partes de nosotros que habíamos olvidado o desconocíamos.
En términos platónicos, leer poesía es, con frecuencia, recordar.
Pero qué nos hiere del poema, qué nos convierte en cómplices, por qué hay poemas
que se nos graban en la memoria para siempre. El poeta francés Stéphane Mallarmé dejó dicho que
«un poema no se hace con ideas, sino con palabras», y son las palabras concretas,
consideradas como artefactos sonoros, no lo que designan, las responsables de la efectividad del
poema. La palabra española «luz» ejerce sobre el hispanohablante un efecto sonoro
determinado mediante la combinación de los fonemas l-u-z distinto del efecto que ejercen los fonemas
de la palabra «lumière» sobre un francófono, o «light» sobre
un anglófono. Los poetas en lengua española emplean el vocablo «luz» —en
primer término— por su sonoridad. No está hecho —que nosotros sepamos— un estudio
que señale por qué ciertos vocablos son los más utilizados en la poesía de los distintos idiomas.
Ese estudio dibujaría el rostro de la belleza sonora creada por el hombre mediante el lenguaje.
Como es natural, las palabras tienen un significado y se refieren a algo, y el
poeta también emplea la palabra «luz» cuando desea referirse a aquello que en
alemán se designa con la palabra «licht» y en inglés con la palabra
«light», pero en nuestra opinión las palabras en poesía se emplean por su
sonoridad más que en cualquier otro género literario, y su relación con lo que designan es en
poesía menos importante que en el ensayo o la novela. El poeta busca la eufonía, la música
mediante la palabra y hace pivotar el desarrollo sonoro de lo que escribe en torno a las pausas
versales, las terminaciones de los versos, las sílabas tónicas, elige patrones sonoros para sus
endecasílabos y alejandrinos, decide si emplea arte mayor o arte menor para lo que le bulle dentro
de la cabeza. La novela es una arte que se basa mas en el qué, y por ello el novelista es un
estratega. La poesía se busca más el cómo, y los poetas son grandes tácticos, sin perjuicio
de que también pensemos que los grandes poetas que han conformado la poesía en sus respectivas
lenguas asimismo eran estrategas de primer orden, porque acertaron a conformar un marco poético
en el que luego se ha desarrollado la obra de centenares de poetas posteriores para dar
expresión a una época.
Dentro de un poema puede no haber nada, pero la gracia está en cómo se dice esa
nada, en cómo se dice sin decir. Escuchemos al cubano José Lezama Lima en un poema de su libro
Enemigo rumor, de 1941:
Ah, que tú escapes en el instante
en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.
Ah, mi amiga, que tú no quieras creer
las preguntas de esa estrella recién cortada,
que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga.
Ah, si pudiera ser cierto que a la hora del baño,
cuando en una misma agua discursiva
se bañan el inmóvil paisaje y los animales más finos:
antílopes, serpientes de pasos breves, de pasos evaporados,
parecen entre sueños, sin ansias levantar
los más extensos caballos y el agua más recordada.
Ah, mi amiga, si en el puro mármol de los adioses
hubieras dejado la estatua que nos podía acompañar,
pues el viento, el viento gracioso,
se extiende como un gato para dejarse definir.
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Lo único incontrovertible de este poema es que Lezama se dirige a una
amiga. Quién o por qué se dirige a ella, qué pretende Lezama. Es el lector el que debe
responder a esas preguntas, y habrá tantas interpretaciones como lectores, e incluso puede
que un mismo lector encuentre respuestas diferentes tras diversas lecturas del poema. Qué
es lo importante a nuestro entender: lo que Lezama dice —no por qué lo dice—,
la belleza expresiva de su palabra, esas serpientes de pasos evaporados, esa estrella
recién cortada, esa agua discursiva, esos animales finos que conforman un conjunto
significativo elegante y apasionado al que encauza por medio de una patética anáfora
—«ah»—, una gran intensidad expresiva —los más extensos
caballos, el agua más recordada— y esos condicionales que señalan el deseo, y acaso
la frustración, del poeta —«si pudiera ser cierto», «si
en el puro mármol de los adioses/ hubieras dejado la estatua»—. Lezama
pretende llegarnos al corazón, y mediante diversos recursos apela a la emoción. Compárese
el poema anterior con el siguiente texto:
El poeta le pide a su amiga que no escape en un instante determinado. La amiga se había
obstinado en no creer las preguntas de una estrella que acababa de cortarse y que mojaba
sus puntas en otra estrella enemiga. Seguidamente el poeta expresa su deseo de que, a la
hora del baño, coincidan en una misma agua discursiva el paisaje y diversos animales,
como por ejemplo los antílopes, las serpientes y los caballos. Por último el poeta expresa
su desaliento porque su amiga ha renunciado a dejar cierta estatua debido a que el viento
se extiende como un gato para dejarse definir.
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La fuerza del poema se ha borrado. Se ha suprimido la anáfora, se ha
cambiado el estilo directo por el estilo indirecto, se ha suprimido la mayoría de los
hallazgos expresivos, y lo que queda es un sinsentido de perfiles burocráticos. La poesía ha muerto.
Hay más razones por las que funciona el poema. A principios del siglo XX
surge en Rusia una escuela de crítica literaria de gran repercusión: el formalismo. Los
formalistas se apoyan en teorías psicológicas que demuestran que buena parte de nuestra
percepción se realiza de manera automática. Esfuércese el lector en la lectura de un breve
párrafo extraído de El arte de la guerra, de Sun Tzu:
Aorra dien, luchhha pr cunsequir ta uictoria, ataca y ahcámzaka. Perro ne siría dde fuen
argurio qe nu tabieres ev conxediraceón pus lobros.
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Si llega el otoño de las erratas y caen todas al suelo, lo que queda es
lo siguiente:
Ahora bien, lucha por conseguir la victoria, ataca y alcánzala. Pero no sería de buen
augurio que no tuvieras en consideración tus logros.
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Nuestro cerebro está entrenado para completar lo que la percepción le
presenta incompleto, y mientras leemos el primer texto estamos inconscientemente buscándole
un sentido a lo que leemos. En esta tarea contamos con una ayuda inestimable: Damos por
descontado que el texto se encuentra escrito en español. Nadie nos lo ha dicho, pero lo
hemos dado por supuesto porque todo lo que llevamos leído hasta el momento estaba en
español, y dentro de esta lengua lo hemos interpretado. Como vemos, nuestra cabeza realiza
de manera automática una serie de tareas —interpretar, completar, extrapolar,
reconocer formas… los lectores que sean psicólogos pueden completar la lista— que
tienen como objetivo orientarnos en el mundo. Los formalistas rusos propugnaron la
idea de que en literatura el autor debe impedir que esta interpretación automática
tenga lugar. Debe desautomatizarse la lectura, y mediante recursos poéticos se le exige
al lector que repare en cada palabra, en cada sintagma, en cada párrafo de la obra.
La lectura de un texto literario no tiene finalidades que estén fuera del texto, no
se lee un texto literario para enterarse de algo que ha pasado. Leer literatura no
es un medio. Es un fin en sí mismo.
El poema de Lezama Lima constituye un buen ejemplo de cómo consigue
el poeta la desautomatizacíón en el proceso descodificador de la lectura. La degustación
de la literatura constituye una experiencia única que no admite sucedáneos, como la
prescindible recensión que hemos efectuado en el texto subsiguiente. La poesía no puede
resumirse. Cómo ha dicho Lezama lo que ha dicho, he aquí la clave. Volvemos a Gadamer:
«En poesía el lenguaje aparece en toda su autonomía. Es «para sí»
y se presenta como es, mientras que en los demás casos las palabras quedan rebasadas por
la intención que las posterga».
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