CÓMO SE EMPIEZA UN POEMA
Hay artes que transcurren en el espacio, como las artes plásticas o la
arquitectura, y cuando las contemplamos se nos ofrecen en su totalidad de una vez. Bien es
cierto que su estructura, su lógica interna, su inserción en el entorno o en la tradición
requieren de tiempo para su cabal asimilación. Las implicaciones, los itinerarios que el
artista ha dejado abiertos en su obra no son siempre comprensibles en primera instancia,
pero están ahí ante nosotros, los vemos aunque no los entendamos, están a nuestro alcance.
Somos nosotros los que tenemos un determinado ritmo de asimilación de lo que se nos ofrece y,
según sea éste, degustaremos la obra en cuestión de minutos o de horas, si se trata de la
visita a una extensa construcción. Por el contrario, en las artes discursivas, como la poesía,
la música o la narrativa, el material se desarrolla en el tiempo, de modo que, de manera
intrínseca, estas artes tienen una introducción —el Érase una vez de los cuentos
infantiles, los maravillosos compases introductorios de la sinfonía Incompleta de
Schubert—, un desarrollo, que constituye el núcleo de la obra, y una conclusión, que
cierra el discurso en el plano temporal inmediato, pero que es el preludio de nuestra
asimilación de la obra vista desde los ojos de la memoria.
No parece sencillo definir en qué consiste la introducción de una
obra. Podría pensarse en primera instancia que es aquel fragmento situado en el inicio
temporal de la misma que prepara al espectador o al lector para el resto de lo que presencia
o lee. Es el comienzo del camino que el autor ha preparado para nosotros, el acceso, la
puerta, la llave. Hay introducciones gigantescas, como la del Anillo del Nibelungo
de Richard Wagner. Esta colosal obra, cuya interpretación requiere de unas catorce horas,
tiene como introducción el drama musical titulado El oro del Rhin, en la que se nos
presentan los personajes principales y se plantean los conflictos argumentales más
importantes. Dada su duración —unas dos horas— se representa invariablemente
en sesión independiente del resto de las jornadas del Anillo. Wagner aprovecha esta
introducción para darnos a conocer buena parte de los motivos musicales que más adelante, a
lo largo de los restantes tres dramas musicales que componen la obra, se desarrollan. En el
caso de En busca del tiempo perdido, de Proust, esta función la desempeña la narración
—de varios cientos de páginas— en la que se nos presenta a ese personaje
misterioso que es Swann, y sus amores con la irresistible Odette. Pero no siempre la
introducción presenta materiales que tendrán un desarrollo ulterior. Las oberturas de óperas
como Las bodas de Fígaro no incluyen temas musicales que vayan a aparecer con
posterioridad en la ópera, aunque podría argumentarse en sentido contrario que sí anuncian
el tono —cómico, trágico, frívolo— de la representación a la que anteceden. A
nuestro entender, el principal cometido de la introducción no es el de anticipar el contenido
de lo que va a suceder después en la secuencia temporal, argumental o discursiva, sino que es
el de suscitar el interés del espectador, ganarle para la causa de lo que va a presenciar o
se le va a contar. Como señalan los estudiosos de la comunicación y las relaciones
interpersonales, no existe una segunda oportunidad de causar una primera buena impresión.
De ahí que el destino de lo que el autor quiere que escuchemos se decide en ese fragmento
inicial de la obra al que llamamos introducción.
Ahora bien, dentro de las artes discursivas, el poema tiene unas
características únicas en lo referente a su longitud. Una novela puede oscilar entre,
digamos, unas cien páginas y las aproximadamente 3.500 páginas de la obra citada de Proust.
La relación es de 1 a 35, aunque la longitud de la obra proustiana es de todo punto
inhabitual, y podría argumentarse que se desarrolla a lo largo de siete novelas, aunque
la continuidad entre ellas sea absoluta. Si, a imitación de los estadísticos, descartamos
las obras de longitud desusada, nos encontraremos con que las más largas narraciones que es
posible encontrarse —por ejemplo las de Tolstoi— llegan hasta las 1.200 páginas,
con lo que la ratio sería de 1 a 12 para la novela. En el caso de la música, podemos
considerar como las piezas más breves del gran repertorio los fragmentos de Anton Webern
para cuarteto de cuerda, cuya duración se sitúa en torno al minuto. Como obra de duración
máxima podemos considerar un drama musical de Wagner, que viene a durar unas cuatro horas.
La duración temporal de una obra musical se mueve como máximo en el rango de 1 a 240. Una
vez más, la aplicación de criterios estadísticos dejaría la relación reducida aproximadamente
a un tercio de esa cantidad, es decir, a la relación 1 a 80.
En el caso de la poesía las extensiones de los poemas pueden oscilar
en un rango muy amplio de manera habitual. Tan poema es aquél que se desarrolla a lo largo
de centenares de versos como el que ocupa tan sólo una hoja o un único y lacónico verso.
Los poemas de más de doscientos versos en absoluto son infrecuentes, como tampoco lo son
los poemas de uno o dos versos. La soleá o el haiku son géneros de larga tradición que se
desarrollan en tres escuetos versos. Por tanto, la relación 1 a 200 es aceptable como
referencia estadística. ¿Y qué cantidad de versos deberemos considerar que tiene la
introducción de un poema? O dicho en otros términos ¿de cuántos versos dispone el poeta
para captar la atención del lector? A nuestro entender, el poeta deberá ganarse al lector
desde el primer verso, que habrá de reunir las cualidades que impulsen al lector a seguir
leyendo. De ahí que, cuando decimos que los poemas se empiezan a escribir con un buen
primer verso, estamos diciendo en realidad que los poemas deben comenzar con un verso que
retenga los ojos del lector atentos a lo que tenemos intención de revelarle. El primer
verso de un poema es una trampa en la que acechamos a nuestra víctima. El novelista o
el músico disponen de más tiempo, tienen más medios y su público es más paciente. Se
pueden permitir el lujo de construir una introducción de ciertas dimensiones, con la
contrapartida de que, quizá, no sea efectiva.
¿Por qué podría no ser efectiva? Ha llegado el momento de revelar
un secreto. Así como es perfectamente posible que el potencial comprador de una novela
abra el libro al azar en una librería y le eche un vistazo en cualquier punto antes de
decidir si la compra o no, o se puede comenzar a escuchar una obra musical sintonizando
una emisora de radio, en cuyo caso no será infrecuente que la introducción de facto para
nosotros se encuentre en cualquier punto del desarrollo, sin embargo un poema siempre se
comienza a leer por el principio, o al menos nosotros no recordamos jamás haber comenzado
a leer un poema por la mitad, por el final o por el segundo verso. El poema impone de
manera inexorable una secuencia —sobre este punto volveremos más adelante—,
y en el comienzo de la misma es donde el poeta debe concentrar sus esfuerzos en primer
término. No dispone de tiempo —en forma de páginas, o de metraje— para aplazar
el veredicto de ese implacable juez que es el lector. Por tanto, ¿a qué seguir si el
comienzo del poema no es lo bastante astuto, lo bastante pegajoso? El poeta juega sucio
ya desde el primer verso y, si es bueno, jugará sucio hasta el punto final de cada uno de
sus poemas. Eso es algo que el lector no debe descubrir porque, cuando se juega sucio de
verdad —el poeta es un fingidor, decía Fernando Pessoa—, la víctima no
se entera nunca.
Pero la importancia del primer verso no se agota en el
importantísimo papel que juega a la hora de captar al lector. Su importancia comienza
ya en el momento de la escritura. Por nuestra experiencia, el primer verso es el
desencadenante del poema en la mente del poeta. Es el impulso inicial que echa a rodar
por la ladera blanca del papel el discurso poético. En términos aristotélicos, y en
tanto que motor inmóvil del poema, es el Dios del mundo estético en que consiste el
poema. No es exagerado afirmar que, cuando a un autor se le ocurre un primer verso,
casi siempre escribe a continuación el resto del poema, porque de alguna manera la mente
del poeta necesita volver al estado de reposo poético, que es la búsqueda de un nuevo
primer verso, y eso sólo se consigue generalmente cuando el poema anterior se ha terminado.
El primer verso marca el desarrollo del poema en todos sus ámbitos:
En el caso de la poesía medida, el primer verso determina el tipo de métrica empleado, y
en general determina asimismo otros aspectos esenciales como el léxico, el tono, y no es
infrecuente que condicione también poderosamente el desarrollo. Veamos un par de ejemplos.
Nicolás Fernández de Moratín, padre del gran Leandro, escribió el justamente celebre
epigrama siguiente:
Admirose un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños en Francia
supiesen hablar francés.
«Arte diabólica es»,
dijo torciendo el mostacho,
«que para hablar en gabacho,
un fidalgo en Portugal
llega a viejo y lo habla mal;
y aquí lo parla un muchacho».
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«Admiróse un portugués». ¿De qué? No hay más remedio
que seguir leyendo, lo cual se facilita por medio del encabalgamiento: no hay signo de
puntuación que detenga la vista al finalizar el primer verso. ¿Por qué un portugués? La
introducción de la nacionalidad causa una extrañeza que no hubiera producido el verso en
el caso de ser «Admiróse un ser humano», por ejemplo. El remache sonoro del
verso agudo refuerza la comicidad presente ya desde el inicio por el empleo de una forma
verbal poco frecuente —«admirose» en lugar de «se admiró»—.
LO FATAL
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser y no saber nada y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos ...
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Este poema eterno de Rubén Darío arranca con un primer verso
magistral. «Dichoso el árbol». Ya en este sintagma Darío capta nuestra
atención mediante un adjetivo que es de aplicación insólita a un árbol
—prosopopeya se denomina esta figura retórica—. ¿Por qué habría de
ser dichoso un árbol? Continúa el poeta «que es apenas sensitivo». De nuevo
se suscitan cuestiones. ¿Es que hay árboles que son sensitivos y otros que no lo son?
El empleo del término «sensitivo» en lugar del término «sensible»
denota una preocupación por el lenguaje ajena a cualquier amaneramiento.
Del análisis de los dos primeros versos de estos poemas ya
podemos extrapolar las características más importantes del primer verso. Veremos que
el lenguaje poético tiene la obligación de llamar la atención sobre sí mismo, pero en
el caso de los primeros versos esta característica debe reforzarse al máximo. Debe llamar
la atención por lo que dice —la idea, aunque sea sólo en grado de esbozo—,
debe llamar la atención por cómo lo dice —léxico, métrica, sonoridad—. Ambos
elementos deben suscitar en el lector el deseo de seguir leyendo.
El primer verso es la puerta hacia el poema tanto para el lector
como para el poeta y le plantea a éste último la máxima exigencia creativa, por lo que
no es de extrañar que varios poetas —Mallarmé, Valente— hayan afirmado
que «el primer verso lo dan los dioses».
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