REQUISITOS MÍNIMOS DEL POEMA
Resulta sospechosa la inmensa colección de definiciones de qué es poesía.
Cuando el estudiante de química, de matemáticas, de economía o de historia comienza a estudiar
estas disciplinas normalmente se le da una definición en torno a la que hay un acuerdo bastante
amplio y, sin más dilación, empieza la exposición de los rudimentos básicos. No creemos que se
considere algo de capital importancia. Cuando hemos estudiado electrotecnia, electrónica,
programación, automática, historia de la filosofía, lógica o griego no recordamos que se nos
diera definición alguna, o si se nos dio, se hizo sin relieve: no es ésa la cuestión. Sin
embargo —¿por qué no existe el estudiante de poesía?— al joven poeta no es
infrecuente apabullarle con decenas de definiciones que más desconciertan que orientan, y esta
multiplicidad demuestra la falsedad de casi todas ellas. Acaso este hecho derive de que ni los
propios poetas sepan muy bien qué demonios hacen, o bien que cada uno hace una cosa distinta y,
en sus definiciones, se dedican a describirnos su experiencia —que puede ser muy
interesante, pero que inevitablemente decepciona cuando lo que se espera es el Santo
Grial—. No es inconveniente mencionar en este punto la escandalosa discrepancia que suele
existir entre las definiciones que dan los poetas y lo que escriben. Para el gran Nietzsche
poesía es «bailar en cadenas», para José Emilio Pacheco es «la
sombra de la memoria», para María Zambrano es , y para Bécquer «eres tú», querido lector.
Borges nos recuerda a Pacheco —«el verso es la única memoria»—,
Juan Ramón Jiménez no se moja gran cosa —«es todo lo bello que no se puede
esplicar y no necesita esplicación», nos dice con su peculiar ortografía—,
Octavio Paz se sale por la tangente con cierta pretenciosidad: «es el punto de
intersección entre el poder divino y la libertad humana». ¿Habrá algún poeta que haya
respondido con un modesto «no sé» a la pregunta?
Gran parte de esta confusión deriva de que los límites del hecho poético no
están claros. Sin ánimo exhaustivo, algunos se refieren cuando hablan de poesía a su actitud a
la hora de escribir, otros tienen en cuenta el efecto de lo que escriben en el lector, hay
quienes nos explican qué es lo que les parece hermoso en un texto, otros hablan de los
elementos que convierten un texto en poético... Poesía y amor van de la mano: cada uno utiliza
la palabra para referirse a una cosa distinta. En este capítulo nos vamos a referir a la
expresión poética que en literatura recibe el nombre de poema. Es posible que, al leer la frase
anterior, algún lector sonría: La controversia en torno a la naturaleza del poema no es menor,
y parece que decidimos ahorcarnos en lugar de cortarnos las venas tomando esta decisión. Pero
no es así: al restringir el contexto de lo poético al ámbito literario nos ahorramos la
espinosa disquisición que arranca de la etimología —poesía viene del griego, y en esta
lengua significa «creación»— y que en absoluto está clara, ya que
creación hay en todas las disciplinas del saber humano, y eso las hace poéticas en cierto
sentido, y nuestra intención —por falta de tiempo y de capacidad— no es referirnos
a todo lo que se dedica el hombre.
Para que un texto sea considerado poema debe cumplir unos requisitos mínimos
sine qua non que se refieren al qué, a la estrategia, no al cómo, no a la táctica, que
queda abierta a la elección del poeta: Un poema debe ser relevante, memorable, eficaz y
escogido.
EL POEMA DEBE SER RELEVANTE
En general todo el mundo opina que su tiempo es muy valioso, de ahí que si
reclamamos la atención de alguien tiene que ser para ofrecerle algo que sea percibido como
apreciable y distinto de lo que ya conoce. El poema debe tener importancia y ser significativo
para el lector. Leamos una estrofa del poema Fachadas al atardecer de Carlos Marzal:
En esa luz caduca que atardece,
hay una inspiración de permanencia,
la añadidura humana
de quienes, en la luz, nos alumbramos,
de quienes, por la luz,
nos erguimos con fe hasta nuestra forma.
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En esta elevada estrofa disuena por su irrelevancia la afirmación de que nos
alumbramos en la luz. El verbo «alumbrarse» viene de «lumbre»
y cualquier otro verbo hubiera resultado más relevante que el elegido. Ya damos por supuesto el
verso, y eso es lo peor que puede ocurrir en poesía. En el siguiente ejemplo, tomado del poeta
Juan Gelman, de nuevo se nos ofrecen versos de interés minúsculo:
Mi padre se llamaba José.
¿Por qué José?
¿Por qué se llamaba José? Tengo
que detenerlo en esta pregunta:
¿por qué te llamabas José?
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Ahora bien, multitud de textos son relevantes y no son poemas. Cada vez que
en las páginas de la prensa leemos información relativa al crecimiento de nuestra economía nos
encontramos ante información de indudable relevancia por su importantísima repercusión. Es
preciso, pues, seguir indagando en la naturaleza del poema para diferenciarlo de otras
manifestaciones.
EL POEMA DEBE SER MEMORABLE
Desde 1890, gracias a la obra del eminente psicólogo norteamericano William
James —hermano del gran Henry James— distinguimos entre memoria a corto plazo y
memoria a largo plazo. La primera se caracteriza por ser de capacidad muy limitada: únicamente
es capaz de retener hasta siete unidades de información —letras, números, palabras,
imágenes— y la duración de lo retenido, aunque trasciende la duración del estímulo, es
asimismo muy breve: unos 18 segundos. Su importancia es fundamental porque sin ella, por
ejemplo, es imposible el diálogo con otra persona. Sin embargo, a los efectos de nuestro
discurso, la que nos interesa es la segunda.
Según los psicólogos, la capacidad de nuestra memoria a largo plazo es enorme
—Euler se sabía de memoria, entre otras muchas cosas, la Eneida en latín, Garri Kasparov
recuerda todas las partidas de ajedrez que ha disputado, el gran director de orquesta Georg
Szell se sabía de memoria las cuatro particellas de los cuartetos de Beethoven, que totalizan
unas veintiocho horas de música, oímos en cierta ocasión hablar de un italiano que retenía
15.000 poemas—, y su duración es indefinida. Aunque disponemos de este portentoso saco
sin fondo en nuestra mente, parece inevitable pronunciarse en torno a qué debe merecer los
honores de figurar en su interior: ¿de qué queremos tener llena la cabeza?
En un principio, la respuesta parece remitir al punto precedente: deseamos
almacenar en la memoria aquello que sea relevante. Sin embargo, a poco que profundizamos, nos
damos cuenta de que esta es una exigencia sobre la que pende una amenaza. Volviendo al ejemplo
de nuestra economía, el dato del crecimiento del PIB durante el año pasado está en la memoria
de millares de personas, mientras que muy pocos recordarán el mismo dato correspondiente a
veinte años atrás. Se trata de información memorable con fecha de caducidad, ya que no parece
preciso almacenarla más allá de unos meses y cualquiera puede encontrarla en caso de
necesidad. Por tanto, cuando decimos que un poema debe ser memorable, queremos decir que debe
ser digno de figurar eternamente en nuestra memoria, porque contenga algo que no caduque.
Pero de nuevo nos encontramos con que otras manifestaciones literarias buscan
ser memorables —¿hay alguna que no lo busque?—. Las grandes novelas se nos quedan
prendidas en la memoria para siempre, los grandes textos filosóficos o científicos no se
olvidan. Sin embargo el poeta quiere ser recordado de manera literal, palabra por palabra,
porque ha elegido cada una de ellas entre todas las demás: por eso invierte tanto tiempo en el
cómo, que es increíblemente exigente en el caso de estrofas como el soneto o la décima. Cuando
recordamos La montaña mágica, nos viene a la cabeza la deprimente atmósfera que reina en el
sanatorio para tuberculosos de Davos, el espíritu inquisitivo y perspicaz del protagonista Hans
Castorp, la enigmática personalidad del escritor masónico Ludovico Settembrini, la capacidad
dialéctica del jesuita Leo Naphta o la evasiva belleza de Clawdia Chauchat —destinataria
de una hermosísima declaración de amor que le dirige Castorp— pero es seguro que Thomas
Mann no albergaba la pretensión de que recordáramos su novela palabra por palabra. Por el
contrario, no recordamos un poema de Gerardo Diego en el que aparece un ciprés, recordamos
verso por verso su soneto superlativo. Se nos permitirá la pequeña vanidad de predicar con el
ejemplo y recoger aquí el poema de memoria:
Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza
chorro que a las estrellas casi alcanza
devanado a sí mismo en loco empeño.
Mástil de soledad, prodigio isleño,
fecha de fe, saeta de esperanza,
hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,
peregrina al azar, mi alma sin dueño.
Cuando te vi señero, dulce, firme,
qué ansiedades sentí de diluirme
y ascender como tú, vuelto en cristales.
Como tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo de delirios verticales,
mudo ciprés en el fervor de Silos.
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EL POEMA DEBE SER EFICAZ
Todo acto verbal tiene un propósito, aunque puede ser muy distinto en función
del emisor. Según los expertos en la materia, el hombre acostumbra a emplear el lenguaje para
negociar, dar o recibir información o proponer soluciones, mientras que la mujer es más
proclive a comunicarse para establecer lazos afectivos, expresar sentimientos, fomentar la
intimidad, relacionarse. Las intenciones del novelista, el periodista, el legislador o el
científico son habitualmente obvias. Las pretensiones del filósofo son parte central de su obra
y aparecen de manera constante a lo largo de ella. La poesía es el género literario en el que
los propósitos del escritor están menos claros para el lector, de ahí que sea especialmente
importante que el lector acierte a experimentar lo que el poeta pretende. El poema puede no
tener asunto, pero debe tener intención. En este punto es pertinente hacer referencia a ciertas
manifestaciones poéticas, como el surrealismo, que requieren de un lector informado y cómplice.
Escogemos un ejemplo del poeta Antonio Gamoneda procedente de su Libro del frío:
Llegan los animales del silencio, pero debajo de tu piel arde la amapola amarilla, la flor del
mar ante los muros calcinados por el viento y el llanto.
Es la impureza y la piedad, el alimento de los cuerpos abandonados por la esperanza.
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Punto y final. Ése es el poema. No hay nada en él que nos informe acerca de si el poeta ansía
contarnos algo, si se trata de un recuerdo o si hay en él una descripción. Cuando la madre de
Rimbaud le preguntó al poeta por el sentido de su obra Una temporada en el infierno escuchó lo
siguiente: «Significa exactamente lo que dice, literalmente y punto por punto».
La pretensión de Antonio Gamoneda ha sido decir lo que ha dicho, y lo que consigue —aquí
radica lo importante— es construir un texto lleno de belleza acerca de cuyas intenciones
adicionales —si las hubiera— es inútil preguntarse. En ocasiones el poema es un
hermoso sinsentido. El poeta puede permitírselo porque no es un preceptor ni un consejero, no
es un narrador y nadie le lee para enterarse de algo que ha sucedido. Es un orfebre de la
palabra y en sus creaciones admiramos cómo maneja el idioma, cómo lo explora, cómo dice lo que
nadie ha dicho antes. Leemos poesía para escuchar cosas nuevas.
Antes de pasar al siguiente punto queremos volver sobre algo que hemos
mencionado más arriba: Decíamos que el poema puede no tener asunto. Nos referimos a un asunto
como convencionalmente se entiende en la novela, el cine o la pintura. El asunto de Dies
irae, de Dreyer, es el de una joven esposa que traiciona a su marido con el hijo de éste y
que, para liberarse del vínculo matrimonial desea enviudar fervientemente. Ante el féretro del
esposo, la suegra de la mujer revela a la Inquisición danesa la culpabilidad del óbito y la
mujer se condena. Cuando decimos que un poema no tiene asunto, en realidad su asunto es el
propio lenguaje. El poema es un recinto en el que el autor nos hace una demostración de lo que
es posible construir con el propio lenguaje.
EL POEMA DEBE SER ESCOGIDO
En párrafos anteriores hacíamos referencia a esta característica fundamental
del poema. En cualquier texto no poético una palabra es intercambiable por un sinónimo.
Compárense los dos párrafos siguientes:
«Serían las diez de la mañana de un día de octubre. En el patio de la Escuela de
Arquitectura, grupos de estudiantes esperaban a que se abriera la clase».
«En torno a las diez de la mañana de un día de otoño, en el interior de la Facultad de
Arquitectura se podían ver grupos de alumnos que aguardaban el inicio de las clases».
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La primera frase es la que sirve de arranque a la novela El árbol de la ciencia, de Pío
Baroja y la segunda ha sido escrita a partir de la anterior por nosotros modificando
aproximadamente una palabra de cada tres. Lo importante es el qué, no el cómo, lo cual permite
la elaboración de resúmenes de todos los textos no poéticos. Por el contrario, en un poema cada
palabra es importante y ha sido puesta ahí por algo, lo cual quita el sentido a los resúmenes
de poemas, que no existen, que nosotros sepamos. Cuando un poema es muy largo se ofrecen
fragmentos y es asimismo corriente antologar los libros, pero jamás se efectúan recensiones.
Sobre este punto existe una controvertida excepción relacionada con los
grandes poemas épicos de la tradición literaria: Existen abundantes resúmenes de la Odisea, la
Ilíada, la Eneida, El Orlando furioso o el Cantar del mío Cid. Tal cosa sucede porque estas
gigantescas obras literarias son predominantemente narraciones en verso, y sólo son
específicamente poéticas en determinados fragmentos. Poseen otra característica que contribuye
a la confusión: son obras sujetas a la métrica, lo cual asimismo las relaciona con una
inmensa cantidad de obras poéticas. Aunque se los denomine poemas épicos, en nuestra opinión no
son poemas estrictamente hablando. Son narraciones en verso. Cuando fueron redactadas no se
había inventado la novela, que es el cauce que Homero, Virgilio, Ariosto, o quienquiera que
escribiese esa obra magna de la literatura española, hubieran adoptado de haber acometido hoy
sus creaciones.
Hay una última cuestión a la que deseamos referirnos, relativa al slogan
publicitario. La palabra slogan tiene una etimología interesante. Según cuenta Elías Canetti en
su gran obra Masa y poder, la palabra slogan procede de dos palabras celtas: sluagh
—que significa «ejército de los muertos»— y ghairm
—que quiere decir «grito» o «llamada»—. Con
los años, esta llamada de las profundidades de resonancias míticas pasó a designar las frases
publicitarias que se emplean en la promoción de un determinado bien o servicio. El slogan
participa de todos los requisitos mínimos que le hemos exigido al poema: Debe ser relevante,
para que llame la atención, debe ser memorable, para que permanezca en la mente del consumidor
y guíe su elección, debe ser eficaz por razones obvias, y es escogido, como lo demuestra el
tiempo y el dinero que invierten las empresas en su búsqueda. Las diferencias entre slogan y
poema son claras: el slogan debe ser forzosamente conciso —unas pocas palabras, cuantas
menos mejor— y está necesariamente relacionado con la actividad comercial. Es decir, el
slogan requiere de unos requisitos mínimos adicionales que no son obligatorios para el poema y
que determinan la diferencia de ingresos entre los opulentos publicitarios y los menesterosos
poetas. Pero esta vecindad nos lleva a pensar que el slogan participa en no poca medida de lo
poético, y que la brevedad y el carácter certero del slogan pueden ser muy beneficiosos para
el poema. «Poesía eres tú» y «Lo importante eres tú» no
están muy lejos. Harán bien los poetas y los publicitarios en estudiarse mutuamente.
Bromas aparte, hasta aquí llegan los requisitos mínimos que, a nuestro
entender, debe poseer todo poema. Se observará que otros aspectos muy interesantes, como la
rima, la métrica o la hermosura del texto, no son imprescindibles, no diferencian qué es un
poema de qué no lo es. Ni siquiera exigimos al poema que esté en verso. El poema en prosa
comienza a escribirse en Francia en el siglo XIX —en concreto en la obra Gaspard de
la Nuit, de Aloysius Bertrand, y es muy conocida indirectamente a través de una maravillosa
obra pianística homónima de Maurice Ravel—. Durante muchos años hubo una polémica en el
mundillo poético español en torno a si la poesía era comunicación o conocimiento. Un poema
puede ser excelso y no comunicar nada, y el poeta —aunque esto no lo entendieron nunca
ni Antonio Machado ni Coleridge— no es un filósofo, para fortuna de la poesía y de la
filosofía.
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