MEMORIAS DE UN SEDUCTOR
Mi primera novia se llamaba Lucrecia. La conocí encerrada en las oscuridades del ojo de la
cerradura tras la que se obstinaba en recluirse para cambiar de ropa. Su corpiño
maravillosamente prieto y el evasivo vuelo de su combinación me hicieron perder la cordura.
Trabé conocimiento con ella y todas las tardes iba a esperarla para hacerme el encontradizo
a la salida de su trabajo en una fábrica de caramelos. El descubrimiento de que no tenía
alas y el color vulgarmente rosa de sus pezones me llevaron a abandonarla no bien tuve ocasión
de manifestarle que mis sentimientos, a diferencia de lo que se imagina en una primera
lectura apresurada, no sólo eran voluptuosos y que imaginaba para ambos un futuro lleno
de dicha digno de Doris Day o Julie Andrews.
Poco tiempo después conocí a Melinda. La quise irresistiblemente. Su principal acierto
consistía en quererme por mi magnetismo interior, cuando lo evidente es tan sólo mi
magnetismo externo. Melinda tenía una cálida voz lírica de soprano spinto que le nacía
en el útero. Las noches de escarcha que pasábamos desnudos a la luz azul de la luna
interpretábamos juntos por los tejados a Sigmund y Sigliende, a Mimí y a Rodolfo, a
Dido y Eneas. Juraba ser hija de un archiduque serbio lleno de condecoraciones y una
princesa montenegrina, y para demostrarlo me enseñó en cierta ocasión unas cartas
abarrotadas por la heráldica, escritas con una delicada caligrafía que no supe interpretar.
Melinda insistía en cantar durante la cópula, y en los momentos más altos del tálamo
explosionaba en agudos que afligían a los pobres vecinos. Nuestra diferente opinión en
torno a la figura de Arturo Toscanini distanció cada vez más nuestros abrazos.
Amapola tenía los pétalos suaves y carnosos, y los sépalos sabrosos y sabios, como
su propio nombre indica. Digna de un alejandrino de Rubén Darío, era capaz de ruborizar
a voluntad cualquier parte de su anatomía con sólo pedírselo, cosa que yo aprovechaba
en los muchos momentos de amor que nos tuvimos para localizar aquella zona de su
suave superficie en la que deseaba ser besada. No pudo soportar mi propuesta de que,
con el propósito de conformar un triunvirato delicadamente lascivo, instruyera a la
operística Melinda en el arte de la eritrofilia, ni que me siguiera viendo
ocasionalmente a escondidas con Lucrecia a raíz de que me contaran que, enterada
de mis gustos a través de un amigo común, se había hecho colocar para enamorarme
de nuevo unas plumas de avestruz en los omoplatos y se había teñido los pezones de
un tenue azul turquesa conmovedor.
En la sala de un cine conocí a la elegante Federica. Amaba los melodramas de Douglas
Sirk y los modelos de Givenchy, y empleaba de modo desarmante la ternura. Usaba
guantes incluso dormida para no despertar su organismo al tocar las sábanas durante
el sueño y su lencería estaba hecha de aire. La aptitud de Federica para los orgasmos
aún me resulta asombrosa, pues le acontecían ante la más sutil de las insinuaciones,
y su reacción a los piropos era sencillamente mitológica. Sin ánimo exhaustivo citaré
algunos de los que más la entusiasmaron: Doncella de los Ojos de Mostaza,
Princesa Oscura de Bizancio o Sacerdotisa de la Niebla a la que ya no quedan lágrimas.
No germinó el amor porque fuimos incapaces de escapar de las adulaciones constantes.
Decepcionado con las veleidades del espíritu y las insuficiencias angostas de la carne
resolví iniciar una época de abstinencia en todo lo tocante. Me depilé el cuerpo en
señal de contrición, purifiqué mis intestinos, me daba siete baños diarios, me
afligía con fricciones que me injuriaban la piel y uncían mi ánimo a la desesperanza.
Empecé a elegir mis vestiduras de colores diurnos, con el oculto propósito de
mimetizarme con la odiada frontera de mis noches y así recuperar mi descarriado
temperamento de cuanto pudiera resultarle estimulante. Mi dieta se tornó copiosa
y calórica, me aplicaba perfumes repugnantemente convencionales, abandoné mi
diario y la lectura compulsiva de pornografía pronto se borró de mis hábitos.
Para conjurar mi fotofobia comencé a salir a la calle de día. Busqué un trabajo
decente y bien remunerado como corrector de pruebas de imprenta de la opera omnia
de los Padres de la Iglesia en una editorial cuyo propietario se negaba a aceptar
las resoluciones del concilio de Trento por considerarlas blasfemas. En las
reuniones a las que asistía siempre formulaba preguntas al final con la voz engolada
y escuchaba cortésmente la respuesta.
Durante años me hice un ciudadano respetable. Mis vecinos me eligieron presidente
de la comunidad, estaba en boca de todos con motivo de algunas buenas acciones que
tuve a bien ejecutar y que omitiré por discreción. Leía la prensa, cedía el paso,
sentía interés por temas elevados como el hambre en el mundo, la política o los
matrimonios mixtos. Mis uñas estaban recortadas y limpias, mi aliento olía a
dentífrico, mi sonrisa medía doce centímetros. Los gastos en flores y modelos de
diseñadores ilustres se redujeron a cero y mi economía ya no era motivo de
preocupación. Las erecciones dejaron de ser constantes y pronto cesé de pensar
en nada que no fueran los diez mandamientos. Desaparecieron las molestias en la
rabadilla y los dolores constantes en la zona del pubis. Podía ser espiado.
Con el fin irradiar la tranquilidad de ánimo que me llena ahora el espíritu y
apartar a los restantes hombres del mal camino he decidido escribir mis memorias.
Ahora están de moda y las editoriales pagan unos adelantos tremendos a las
personas dispuestas a servir de modelo a la comunidad. Como no recordaba algunos
datos me he puesto en contacto con Lucrecia. Vuelve a tener los pezones tristes
y lo de las plumas insiste en negarlo, pero es cierto que adoraba a Doris Day y
me recuerda con afecto. Se ha reconciliado con Amapola y ha puesto un negocio
de compra-venta de ropa de segunda mano con Melinda. Cuando me he puesto manos
a la obra me he dado cuenta de que la divulgación de la mayor parte de mi vida
haría que me retiraran las distinciones que he recibido, con lo que he optado
por restringir el relato de mi relación con las mujeres únicamente a Federica,
a quien convierto en una castísima adolescente de largas pestañas y mirada de
Audrey Hepburn con la que me tomaba helados por las tardes. Por cierto,
cuando hablaba por teléfono el otro día con ella no hubo forma de que me
confesara cómo conseguía aquellos tremendos orgasmos.
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