LA DULCE BOCA QUE A GUSTAR CONVIDA
Ana me llamó por teléfono la otra tarde para contarme que tenía ganas de volverme a ver.
Me sorprendió porque la creía perdida definitivamente. Lo primero que se me ocurrió al
escucharla fue que la voz de Ana era en cierto modo toda Ana, y que incluso alguien que
no la conociera hubiera podido imaginarse por su manera de hablar por teléfono que
tenía unos ojos como los del verso de Pavese. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. No
sé bien qué dije y contesté de manera mecánica, lo justo para que no se sintiera sola
mientras hablaba. Su voz, la forma de su voz, los trazos de sonido que sobre el tiempo
iba dejando, me impedían concentrarme en lo que me estaba diciendo. Lo oía, sí, pero
mi mente estaba en los ecos de su boca, en ese preludio de Ana que es para siempre en
mí memoria de su carne, su huella, su palabra.
Nos habíamos ido a vivir al poco de conocernos a un piso de la calle Artistas,
no estoy seguro ahora del número, cerca de una librería a la que yo iba a menudo en
mi etapa de estudiante y que luego cerraron para poner una tienda de ropa, supongo
que como consecuencia de la ley de la oferta y la demanda: La gente iría a la librería
y, en lugar de pedir libros, pediría faldas o bufandas, camisetas, gorros. Y el caso
es que era evidente que se trataba de una librería.
―Señora, ya le he dicho que aquí sólo vendemos libros.
En esa librería yo robaba los libros que no podía comprar, aunque debo
reconocer que seguía robando en las temporadas durante las que tuve algunos
ingresos, si es que se puede llamar a aquello ingresos, porque el robo permite
grandes ahorros. Soy un poco vergonzoso, de modo que a mi peculiar forma de
hacerme con libros la denominaba eufemísticamente fabricar. Por aquel entonces
me fabriqué Molloy, Los cantos de Maldoror o El maestro y
Margarita y muchos libros más como quien canta. Por alguna caja de cartón
andarán todos aquellos títulos sin que nadie les haga el menor caso. Debido a que
Ana no podía leer, yo me pasaba las horas recitándole al oído versos de Keats,
porque las cosas hermosas son una alegría eterna.
El piso era absurdo. Nada más franquear la puerta comenzaba un pasillo en forma
de U de aproximadamente quince metros de largo al final del cual se encontraba
una habitación cuadrada a la que la luz llegaba como arrepentida de descubrir
nuestra miseria, un baño en el que el invierno duraba ocho o nueve meses y el
cuartucho, al que me niego a denominar dormitorio, donde teníamos un colchón encima
de una tabla de madera aguantada sobre las pilas de libros que yo fabricaba.
Recuerdo que, según Ana, dormir soportado por libros proporcionaba mejores sueños.
Cuanto más alegres sean los libros, mejor, solía decir. En un hueco de la pared había
una pila y un infiernillo y, ocupando la mitad del cuarto, se encontraba un armario
enorme como una deuda oscura.
Cada habitación tenía un nombre que en aquellos tiempos de penuria servía para
disimular algo su modestia. Al baño minúsculo, destartalado y helador le
llamábamos, con nuestro optimismo de entonces, , nuestro
cuartucho era La cámara de Sherezade y la pila era El estanque de Narciso.
Lo que no tuvo jamás nombre alguno fue el armario. No sabíamos qué había dentro
y, de alguna manera, intuimos que no era conveniente averiguarlo ni referirse a
él, aunque fuera mediante gestos, de tal modo que nunca mirábamos hacia aquella
parte de la habitación. Recuerdo que eso no me importaba lo más mínimo, porque
mirar hacia donde no estuviera Ana me parecía una pérdida de tiempo.
Cuando pasan los años se da uno cuenta de que apenas nadie es consciente de ser feliz.
Mucha gente busca ansiosamente la felicidad porque no se para a hacer balance. Ahora
sé con certeza que los años en aquel piso angosto fueron los más felices que he vivido.
No trabajábamos habitualmente ninguno de los dos, de modo que, salvo alguna chapuza
de poca monta que hice de albañil, no teníamos salario ninguno. Sin embargo, cada
mañana aparecía en la única silla de la casa un sobre de papel de estraza que
contenía dinero. No es que fuera mucho, la verdad, sobre todo al principio, pero
lo cierto es que daba para las compras del día y aún sobraba algo para pagar el
alquiler a fin de mes e ir tirando. Jamás supimos de dónde procedía. Al principio
pensé que se trataba de una broma de Ana que, de alguna manera, había conseguido
aquel dinero y, por no darse importancia, lo hacía aparecer de esta manera. Tanto
me insistió en que también ella pensaba que se trataba de una broma mía que terminó
por convencerme de que no tenía nada que ver en aquel asunto.
Conforme fueron pasando las semanas aquellos ingresos que hubieran debido constituir
para nosotros un motivo de preocupación, o como mínimo de curiosidad, se convirtieron
en algo habitual que aceptábamos como si de un salario normal se tratase. Además había
algo que resultaba difícil de creer incluso para nosotros. Cada vez que expresábamos
una necesidad, por arbitraria o extravagante que pudiera resultar, la fuente de
ingresos se incrementaba durante unos días, igual que si alguien nos escuchase y
decidiera sufragar nuestros gastos a medida que éstos se iban produciendo.
―Deseo una barra de labios de color granate —decía Ana, y aunque no fuera
verdad porque ya tenía barras de labios de todos los colores imaginables, con una
oportunidad pasmosa el contenido del sobre se incrementaba lo necesario para hacer
frente al supuesto gasto.
Tras una etapa en la que intentábamos ser coherentes con la lógica y tan sólo
expresábamos necesidades medianamente verosímiles, comenzamos a abandonarnos a la
codicia, especialmente yo, y manifestábamos deseos demenciales con la única finalidad
de recibir más dinero. Entramos en un delirio de demandas absurdas que se veían
correspondidas cada mañana.
―¡Deseo una alfombra mágica! —recuerdo haber gritado en cierta ocasión.
A medida que íbamos teniendo todo lo que deseábamos sin más que pedirlo y el recuerdo
de la escasez se nos iba difuminando en la memoria, nuestras relaciones se fueron
deteriorando sin que ahora pueda explicar muy bien por qué. Mientras no teníamos de
nada hubiéramos jurado que la felicidad estribaba en poseer todo aquello de lo que
carecíamos, pero los hechos demuestran con frecuencia que las cosas no son como
imaginamos. De alguna manera, Ana se fue ensimismando en una preocupación taciturna
que la alejaba irremisiblemente de la alegría estúpida que a mí me trastornaba cada
tarde cuando formulaba mis delirantes proyectos en voz alta. Nos unía la necesidad,
el afán de supervivencia, pero la desaparición de las dificultades marcó también el
principio del fin de nuestra vida juntos.
Una tarde, cuando volví a casa después de dar una vuelta por el barrio en la alfombra
voladora, me encontré una nota sobre la mesa.
“Querido Ricardo, estoy segura de que alguien muy poderoso nos espía desde dentro del
armario y desea destruirnos. Voy a entrar para expulsarlo de nuestras vidas. Te quiero”.
Sentí unos deseos enormes de llorar, pero no quería hacerlo delante del armario porque
hubiera sido tanto como rendirse, así que me tragué las lágrimas y decidí denunciar la
desaparición a la policía, aunque sin mencionar la nota ni hacer referencia alguna al
armario, como es natural.
Desde aquel día dejé de manifestar mis deseos porque ya no concebía que el dinero
pudiera comprarlos, y como habíamos dejado de buscarnos la vida, empecé a tirar de los
ahorros. Se estableció una lucha contra lo desconocido, contra un enemigo que a lo
mejor no me tenía en cuenta ni para despreciarme. Yo resistía en casa, y al otro
lado del armario quizás había alguien que había dejado de proporcionarme dinero y
además había raptado a la mujer de mi vida, quién sabe si para siempre. Empecé a
adelgazar y a dormir cada vez peor, por más que probé a sustituir en una ocasión
las novelas que soportaban la tabla de madera por antologías de poesía lírica. Se
me juntaban unos días con otros porque las noches dejaron de ser oscuras y me fui
poco a poco abandonando, igual que si quisiera renunciar a mi cuerpo para reunirme
con Ana en los insomnios de mi atormentada cabeza. Otros quizá, armándose de valor,
hubieran abierto la puerta del armario, pero desde pequeño soy un cobarde y eso era
algo que me aterraba.
La situación económica se deterioraba a ojos vista. Decidí suprimir los gastos
superfluos como el tabaco o el desayuno fuera de casa, y decidí atrincherarme en
el dormitorio. Así pasaron muchas semanas en las que no hice otra cosa que esperar
a Ana. En los momentos de mayor desesperación cerraba los ojos y mi boca se quedaba
durante horas pronunciando el beso que pensaba darle en cuanto la viera, como si así
pudiera rescatarla del armario. Había leído en alguna revista que en las situaciones
de dificultad el cuerpo humano comienza a reducir su actividad para gastar menos energía
y, en el caso de las mujeres, incluso se suprime la menstruación. En mi caso noté que
dejaba de transpirar y de pensar, mi respiración se hizo menos profunda hasta que me
abandoné a una especie de asfixia y todo lo que pasaba por mi cabeza era la repetición
de un nombre que pese a tener sólo tres letras ocupaba por completo mi mente. Ana, Ana,
hora tras hora Ana como la gota de un grifo mal cerrado para que mi cerebro no cayera
en la locura. Empecé a encorvarme, a consumirme, y por más que quise estirar mis
provisiones, éstas se acabaron un buen día. Recuerdo el último alimento que ingerí,
la comida que se había quedado en los platos que llevaban siglos sin limpiarse en el
fregadero. No me importó que supiera algo a jabón, porque para que algo te importe
necesitas tener cierta dignidad, sentir aprecio por ti mismo, pero sentir requería
un esfuerzo del que yo ya era incapaz.
De alguna forma, sin pensar en ello, intuía que estaba llegando al final y consideré
la posibilidad de rendirme. Comencé a mirar de reojo al armario. Me pareció más pequeño
de lo que había imaginado. Más pequeño y de un color más claro, casi inofensivo.
Aparentemente tenía dos puertas y unos tiradores dorados.
Me dije que había que resistir. Me levanté, tiré como pude de la tabla sobre la que
se encontraba el colchón y se desmoronaron las cuatro columnas de libros sobre las que
dormía. Cogí el que primero se me ocurrió. Dostoievski. Crimen y castigo. Lo abrí
por cualquier parte, arranqué un puñado de hojas y me las metí en la boca. Comencé a
masticar a Raskolnikov hasta que al cabo de un buen rato se quedó convertido en una
pasta suave con un delicado sabor a tinta que me resultó fácil tragar. Dos o tres
puñados más tarde me sentí mejor y decidí reservarme el resto del libro para más adelante.
Sentía una gran tranquilidad con el estomago lleno, la tranquilidad de los que no tienen
esperanza. Me quedé en un estado de sopor, escuchando el silencio que hay dentro de los
objetos hasta que alguien los golpea. Miré hacia el armario y musité el nombre de la
persona que me habían arrebatado.
Ana.
Llamaron al timbre. Con gran esfuerzo me levanté, recorrí el largo pasillo y abrí la
puerta. No había nadie, sólo el viento. Retorné a la habitación. Las puertas del
armario estaban abiertas de par en par como si fueran a darme un abrazo. Sentí
grandes deseos de meterme dentro, pero en cuanto di un paso adelante las puertas
se cerraron con violencia. Sobre la mesa vi que había un nuevo sobre con dinero
y una caja pequeña. Cuando abrí la tapa encontré un pañuelo con una huella de
carmín de la boca de Ana, entreabierta y granate, tan hermosa, necesitando ser besada.
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