CÉSAR Y NO CESAR
A César Vallejo las fotos nos lo devuelven siempre con el
cerebro fruncido en el ceño de la
mirada, igual que si quisiera pedirle explicaciones a sus ojos por
mostrarle tantas iniquidades y desdichas, nos lo devuelven con el cráneo desmesurado en la
desesperanza y las rodillas intactas de quien no sabe arrodillarse, con las manos naúfragas de
huesos que sólo han tocado la pobreza, cardenalicias en la piedad inmensa que le caía de esos
húmeros cansados de tanto levantarse para detener las carcomas que poco a poco nos van royendo
la duración.
Sobre la piel de los días, César observa y calla, pero no otorga porque lleva a la espalda las
contabilidades del hombre. Espera, piensa, respira, como queriendo cicatrizar nuestra felicidad
honradamente vulgar, como queriendo perdonarnos las heridas que le dejaron en el alma los
holocaustos de sus versos.
Bajo el pecho, donde los seres humanos tienen corazón, César tiene un cofre de palabras
absortas. Y más adentro, donde los seres humanos no tienen nada, César guarda el tamaño de su
paciencia.
César tiene algo de Cristo con minúsculas sentado a la derecha del hombre, de profeta inca que
declamara en vano desde su esquelatura altísima transparentada a través de la ropa negra, algo
de prosista mártir de la poesía por la dureza de sus poemas palabreados a golpes en los yunques
blancos del papel vacío. Le sufre tanto la boca de narrar tristezas que ha decidido no dejar de
mirarnos desde su silencio definitivo, a ver si así le oímos. Alzad los ojos y cerradlos. ¿Qué
os decía?
César nació en Santiago de Chuco en 1892, en los anfractuosos Andes peruanos a los que no se
llega más que en burro, si hemos de creer lo que le escuchamos en cierta ocasión a Félix Grande.
Aunque no consta en ningún sitio, sabemos que nació emocionado y múltiple, transitivo y nupcial,
coleccionado de lágrimas amnióticas aprendidas ya en el útero de su madre. Según cuenta Julio
Vélez, su casa natal sirve hoy de polvorín a la policía.
La juventud de César transcurre de un intento a otro: intento de estudiar Letras en la
universidad de Trujillo, intento de estudiar medicina en Lima, intento de estudiar Filosofía y
Letras primero, y Derecho después en la universidad de Libertad. Siempre la pobreza –que tanta
importancia tendrá en su obra y en su vida– le obliga a abandonar sus estudios. No creemos que
el entorno haga al poeta. A lo sumo le influye, pero el poeta grande, si la vida le da tiempo,
acierta a abrirse camino dondequiera que se halle, que sabe muy bien lo que busca y siempre
acierta a encontrar a esos otros poetas artesanales que le pueden allanar algo el camino hacia
los hontanares interiores de los que le brotan los milagros.
Y, en agradecimiento a todos ellos, citaremos aquí el nombre de algunos de los que guiaron al
genio. En Trujillo entra en contacto con numerosos poetas y artistas de la vanguardia peruana
que le inculcan el talante exploratorio y rebelde de su verbo: Víctor Raúl Haya de la Torre,
José Eulogio Garrido, Alcídes Spelucín, Macedonio de la Torre, entre otros, integrantes de
Norte, grupo liderado por Antenor Orrego, prologuista de la primera edición de
Trilce. En Lima traba amistad con Manuel Gonzáles Prada y Abraham Valdelomar, y entra en
contacto con el grupo Colónida. A Gonzáles Prada –cuya muerte le afectó
profundamente– le dedicó el poema Los dados eternos.
Su primer poema, recientemente descubierto, aparece el 6 de diciembre de 1911 en la revista de
la ciudad andina de Cerro de Pazco El minero ilustrado, y según parece fue entregado por
César Vallejo a la citada revista en el transcurso de un viaje en el que buscaba trabajo. Tres
días después publica un cuarteto en la revista limeña Variedades. También en Lima publica
su primer libro: Los heraldos negros (1918). Es frecuente señalar que en este libro se
advierten las huellas de los modernistas Leopoldo Lugones y Julio Herrera y Reissig. Recuérdese
que el gran Rubén Darío había fallecido un par de años antes. En el poema Pagana se
percibe con claridad esta influencia:
Ir muriendo y cantando. Y bautizar la sombra
con sangre babilónica de noble gladiador.
Y rubricar los cuneiformes de la áurea alfombra
con la pluma del ruiseñor y la tinta azul del dolor.
¿La vida? Hembra proteica. Contemplarla asustada
escaparse en sus velos, infiel, falsa Judith;
verla desde la herida, y asirla en la mirada
incrustando un capricho de cera en un rubí.
Mosto de Babilonia, Holofernes sin tropas,
en el árbol cristiano yo colgué mi nidal;
la viña redentora negó amor a mis copas;
Judith, la vida aleve, sesgó su cuerpo hostial.
Tal un festín pagano. Y amarla hasta en la muerte,
mientras las venas siembran rojas perlas de mal;
y así volverse al polvo, conquistador sin suerte,
dejando miles de ojos de sangre en el puñal.
El alejandrino, el tema, el empleo de la rima consonante, el léxico (áurea, ruiseñor, rubí,
proteica), las referencias históricas, cierta grandilocuencia... todo en este poema es
modernista. En el poema Retablo, leemos un «y Darío que pasa con su lira
enlutada». Sin embargo, en el libro aparece ya la voz propia, doliente, terrible del
Vallejo posterior. El sentido trascendente de la vida no era ajeno al modernismo
–recordemos el poema Lo fatal, de Rubén Darío, y para nosotros su huida aparente de
la realidad tiene no poco de propuesta alternativa a lo que los grandes modernistas americanos
veían a su alrededor–, pero jamás había aparecido con la contundencia con que inaugura
Vallejo su libro:
LOS HERALDOS NEGROS
Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!
Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé!
Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán talvez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!
La oralidad («Yo no sé!», «pero son ...», «Pobre ... pobre»),
el léxico (golpes, pan, muerte), las particulares ortográficas («talvez»),
la preocupación por el género humano, la desesperación que domina el texto pertenecen ya al
Vallejo definitivo.
César es un idioma. Su galimatías transgresor de la semántica y la lógica sonaba raro en
los oídos de muchos de sus contemporáneos. ¿Usted cree, señor Vallejo, que colocar una
imbecilidad encima de otra es hacer poesía?, le dijo Clemente Palma –personalidad
peruana de las letras de aquella época– cuando recibió el Poema a mi amada
(1)
que César Vallejo le remitió
desde Santiago de Chuco. Creemos que el ilustre desconocido acierta en su diagnóstico, porque
Vallejo escribe con renglones torcidos lo que, hasta que él comienza a escribir, en efecto eran
imbecilidades. Pero no siempre lo más directo es lo más recto, y en los meandros del solecismo y
el anacoluto, de la flagrante impropiedad lingüística, acierta Vallejo a referirse a lo que le
rodea con una intensidad irrepetible. César coge las palabras que otros tiran, lo que no quiere
nadie, para decir inconfundiblemente.
Grupo dicotiledón. Oberturan
desde él petreles, propensiones de trinidad,
finales que comienzan, ohs de ayes
creyérase avaloriados de heterogeneidad.
¡Grupo de los cotiledones! ...
[frag. del poema V de Trilce]
Los versos anteriores pertenecen a Trilce, libro publicado por Vallejo a su costa en 1922, año
en que se publica asimismo el Ulysses de Joyce o La tierra baldía de Eliot, cuando
Kafka escribe El castillo o Rilke finaliza las Elegías de Duino. Se trata de uno
de los libros más radicales y experimentales escritos nunca. Su comprensión no es fácil, incluso
se nos antoja en ocasiones imposible, por lo que tiene de balbuceo inaugural. Entendemos que,
con el antecedente de algunos poemas de Los heraldos negros, aquí comienza el Vallejo que
destroza el diapasón del modernismo, el Vallejo propiamente dicho.
Ya desde este momento, la obra de nuestro poeta se convierte en uno de los exponentes más claros
de la idea de Dilthey –desarrollada por la estilística de Vossler, Spitzer o Alonso–
según la cual toda creación literaria expresa una vivencia íntima. En las inextricables
páginas de Trilce, Vallejo repasa sus problemas con la justicia en el año 1919 a raíz de
una acusación –al parecer injusta– de ser el instigador de unos incidentes
sangrientos entre partidarios y detractores del presidente Leguía.
Es posible me persigan hasta cuatro / magistrados
[frag. del poema XII de Trilce]
Y su posterior paso por la cárcel:
Amorosa llavera de innumerables llaves,
si estuvieras aquí, si vieras hasta
qué hora son cuatro estas paredes.
[frag. del poema XVIII de Trilce]
Sus amores con Otilia Villanueva:
Pienso en tu sexo.
Simplificado el corazón, pienso en tu sexo,
[...]
Oh, escándalo de miel de los crepúsculos.
Oh estruendo mudo.
¡Odumodneurtse!
[frag. del poema XIII de Trilce]
Y la presencia de la madre, cuya muerte dejó una huella numerosísima en toda su obra:
He almorzado solo ahora, y no he tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
[...]
Cuando ya se ha quebrado el propio hogar,
y el sírvete materno no sale de la
tumba,
la cocina a oscuras, la miseria de amor.
[frag. del poema XXVIII de Trilce]
Como queda patente en este libro, Vallejo escribe en pleno auge de las vanguardias –se sabe
que entabló amistad con Vicente Huidobro, Gerardo Diego, Juan Larrea o Juan Gris–, aunque
a diferencia de tantos artistas a los que se tachó de «deshumanizados», sitúa al
hombre en el centro de su poética y encauzó su compasión altísima hacia los que sufren mediante
una poesía revolucionaria y política. Al poco tiempo de obtener la libertad condicional, en 1921,
a causa de la
intranquilidad que le produce su proceso judicial, decide instalarse en París. Vive intensamente
el advenimiento del marxismo, se afilia al partido comunista español en 1931, viaja varias veces
a Rusia –en 1928, 1930 y 1931– y escribe textos propagandísticos en torno a este país:
Rusia,
o Reflexiones al pie del Kremlin, ambos de 1931. Como decía en unos versos premonitorios,
murió en París el 15 de abril de 1938.
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo
[...]
César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos ...
[frag. de Piedra negra sobre una piedra blanca, de Poemas humanos]
Del profundo humanismo de su poesía da idea toda su obra. No es exagerado decir que la poesía de
César Vallejo tiene por único asunto al hombre. Elegimos aquí, por su escalofriante verso final,
un fragmento de un poema procedente de una de las recopilaciones en las que se ha ordenado su
obra póstuma.
Todos han muerto.
[...]
Murió Lucas, mi cuñado, en la paz de las cinturas, de quien me acuerdo cuando llueve y no hay
nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los
tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas,
a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.
[frag. de La violencia de las horas, de Poemas en prosa]
De todos los grandes poetas, quizá sea César Vallejo el que más intensamente ha creído en la
poesía, el único que se arrastra, que se desgañita en sus poemas. Nadie como él se arriesga a
perder la compostura del idioma. No le importa que los versos se agrieten o que las palabras se
rompan. Él lo que quiere es justicia. Al leer sus versos escuchamos al abogado defensor de
causas irremediables que argumenta a favor del género humano en el transcurso de un patético
Juicio Final.
Considerando en frío, imparcialmente,
que el hombre es triste, tose y, sin embargo,
se complace en su pecho colorado;
que lo único que hace es componerse
de días;
que es lóbrego mamífero y se peina...
Considerando
que el hombre procede suavemente del trabajo
y repercute jefe, suena subordinado [...]
Comprendiendo son esfuerzo
que el hombre se queda, a veces, pensando,
como queriendo llorar [...]
Comprendiendo
que él sabe que le quiero,
que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente...
Considerando sus documentos generales
y mirando con lentes aquel certificado
que prueba que nació muy pequeñito...
le hago una seña,
viene
y le doy un abrazo, emocionado.
¡Qué más da! Emocionado... Emocionado...
[frag. de un poema de Poemas humanos]
Decíamos que César Vallejo lleva a la espalda las contabilidades del hombre. La muerte, el
dolor, la enfermedad, la injusticia son sus temas recurrentes.
Y entonces sueño en una piedra
verduzca, diecisiete,
peñasco numeral que he olvidado,
sonido de años en el rumor de aguja de mi brazo,
lluvia y sol en Europa, y ¡cómo toso!¡cómo vivo!
¡cómo me duele el pelo al columbrar los siglos semanales!
y cómo, por recodo, mi ciclo microbiano,
quiero decir mi trémulo, patriótico peinado.
[frag. de Fue domingo en la claras orejas de mi burro, de Poemas humanos]
Y, como buen marxista, está también preocupado por el trabajo:
Los mineros salieron de la mina
remontando sus ruinas venideras,
fajaron su salud con estampidos
y, elaborando su función mental,
cerraron con sus voces
el socavón, en forma de síntoma profundo.
¡Era de ver sus polvos corrosivos!
¡Era de oír sus óxidos de altura!
Cuñas de boca, yunques de boca, aparatos de boca.
(¡Es formidable!)
El orden de sus túmulos,
sus inducciones plásticas, sus respuestas corales,
agolpáronse al pie de ígneos percances
y airente amarillura conocieron los trístidos y tristes,
imbuídos,
del metal que se acaba, del metaloide pálido y pequeño.
[...]
[frag. de Los mineros salieron de la mina, de Poemas humanos]
El último libro concebido como tal por César Vallejo, publicado en 1939, el año siguiente de su
muerte, fue España, aparta de mí ese cáliz. Según se lee en la portada de la primera edición,
«soldados de la República fabricaron el papel, compusieron el texto y movieron las
máquinas». De entre los libros excelentes a los que dio lugar la guerra civil española,
sentimos que éste es el mayor valor de todos.
Para nosotros la poesía de César Vallejo constituye la cifra de su época. A diferencia de otros
poetas de perfil biográfico semejante, piénsese en Neruda o en Miguel Hernández, que tuvieron
una actividad política notable, que sufrieron persecución por ello y estuvieron asimismo
vinculados a la vanguardia, Vallejo acierta a llevar la revolución a donde no la llevaron otros:
al lenguaje, y más en concreto, a la semántica. En sus poemas es el contexto el que determina el
significado de las palabras, y no al contrario, como sucede habitualmente. Algunos que
experimentaban también de manera genial con la palabra poética, asimismo comunistas, como
Vicente Huidobro, sin embargo no tienen ese humanismo en sus textos y, por comparación con la
obra tremenda de nuestro poeta, da la impresión de que jugaran a escribir poesía, dicho sea con
todos los respetos hacia el enorme poeta chileno. En los versos de Vallejo encontramos el
modernismo de Poemas humanos, la experimentación a ultranza de Trilce, el sentido
del hombre de Poemas humanos y la revolución vuelta poema de España, aparta de mí ese
cáliz, servidos con una insolencia verbal y una hondura que para nosotros es incomparable.
Nadie nos emociona tanto como César Vallejo.
Como muestra final de esta poesía intemporal tan de su tiempo, agónica, ecuménica, simpática en
el sentido etimológico de la palabra hacia su fuente de inspiración, incluimos Masa, del
libro España, aparta de mí ese cáliz, poema irrepetible, con multitud de resonancias
bíblicas y universales, y un estremecedor estribillo. Su título alude a que sólo la cooperación
de todos los hombres, la masa, consigue operar el milagro de resucitar al combatiente fallecido.
MASA
Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «No mueras; te amo tanto!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
«¡No nos dejes!¡Valor!¡Vuelve a la vida!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando: «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: «¡Quédate hermano!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar...
Álvaro Fierro Clavero